martes, 29 de septiembre de 2020

HISTORIA DE LA PAPA

Por Ariel E. Martínez

Ese mediodía de julio de 1987, en la histórica Concepción del Uruguay tenía hambre. En mis 22 años nunca lo había sentido así, con los jugos gástricos corriendo carreras a lo largo de mi aparato digestivo y con la certeza que era hambre real. Porque venía comiendo poco desde hacía una semana y no tenía ni un peso en el bolsillo. O un Austral, para ser más preciso. Por entonces era un desordenado estudiante del profesorado, que se hacía tiempo para militar en política, en el centro de estudiantes y también ser “novio” de alguien. Y en mi pieza de la pensión me quedaba solamente un poquito de yerba como para una cebadura en el mate chico, 2 huevos y una papa chiquita. Con eso tenía que aguantar hasta las 2 de la mañana, horario en  que el micro de la municipalidad me llevaría a Urdinarrain. Sabiendo además que  si perdía ese viaje, que mi padre pagaba mensualmente, tendría que hacer dedo al otro día, previa caminata de 5 kilómetros, porque no podría pagar el colectivo urbano que me dejaba en la ruta.

Esa  mañana con Emilio, ese flaco genial con el que nos hicimos amigos, le habíamos dado duro a las dos últimas unidades, tomando mate y comiendo unas galletas en las que me había gastado mis últimas monedas en la panadería “La espiga de oro”. Pero el esfuerzo sería en vano si esa tarde iba a rendir con hambre, algo que no me podía permitir. Porque desaprobar “Historia de la Edad Moderna” con Marita López Mora implicaba no poder continuar con la práctica y como consecuencia perdería un año.

Después de estudiar, con Emilio cumplimos el ritual de sentarnos unos minutos en el zaguán de la pensión de calle 3 de febrero 122 y mientras repasábamos algunos temas y veíamos a la gente que salía del “Servis King” ocurrió lo inesperado: de un camión que descargaba frutas y verduras se cayó una papa muy grande, la cual rodó y fue a parar debajo de un auto importado que estaba enfrente de nosotros.

La pensión

Emilio me enumeraba a los enciclopedistas, me hablaba de Diderot y de no sé qué temas, pero yo veía como el frutero y su ayudante trataban en vano de rescatar la súper papa, impedidos por la altura del cordón y el diseño del coche deportivo. Por eso cuando Emilio se fue, yo sabía que tenía mi comida casi servida, pero así como en esos documentales de Animal Planet, la presa acechada no podía escapar. Porque de esos carbohidratos dependían el éxito del examen y todo un año lectivo. Era la papa o el fracaso.

Para concretar la operación “Papa grande” tuve que aguardar que cierren los dos supermercados de la cuadra y la frutería, lo que recién ocurrió pasadas las 13:00 hs. En esos minutos que se hicieron interminables traté de repasar mentalmente algún tema, pero lo único que me venía a la mente era como la papa había sido llevada a Europa desde América, calmando el hambre de millones por casi 200 años e incluso recordaba un texto leído en clases acerca de un estudio científico que afirmaba que dicho tubérculo también aplacó los ánimos belicosos, disminuyendo la violencia, endémica en Europa hasta el siglo XVIII.

Yo no me sentía violento, pero si hambriento, por eso no me importó que los alumnos del Colegio del Uruguay que iban a clases, vieran a su profesor practicante, munido de un trapeador, acostado en el suelo en medio de la calle procurando  su comida.

Creo que el tesoro obtenido pesaba alrededor de un kilo, tanto que me olvidé de la papa chiquita y ese puré con huevos fritos debe haber sido el almuerzo más importante de mi vida. El 7 con el que aprobé el examen de Historia de la Edad Moderna es anecdótico, como también lo fue llegar de madrugada a casa y encontrarme con un cartelito que rezaba: “Te dejamos papas en el horno”.

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