Por Ariel E. Martínez
Ese mediodía de julio de 1987, en la
histórica Concepción del Uruguay tenía hambre. En mis 22 años nunca lo había
sentido así, con los jugos gástricos corriendo carreras a lo largo de mi
aparato digestivo y con la certeza que era hambre real. Porque venía comiendo
poco desde hacía una semana y no tenía ni un peso en el bolsillo. O un Austral,
para ser más preciso. Por entonces era un desordenado estudiante del
profesorado, que se hacía tiempo para militar en política, en el centro de
estudiantes y también ser “novio” de alguien. Y en mi pieza de la pensión me
quedaba solamente un poquito de yerba como para una cebadura en el mate chico,
2 huevos y una papa chiquita. Con eso tenía que aguantar hasta las 2 de la
mañana, horario en que el micro de la
municipalidad me llevaría a Urdinarrain. Sabiendo además que si perdía ese viaje, que mi padre pagaba
mensualmente, tendría que hacer dedo al otro día, previa caminata de 5
kilómetros, porque no podría pagar el colectivo urbano que me dejaba en la
ruta.
Esa
mañana con Emilio, ese flaco genial con el que nos hicimos amigos, le habíamos
dado duro a las dos últimas unidades, tomando mate y comiendo unas galletas en
las que me había gastado mis últimas monedas en la panadería “La espiga de oro”.
Pero el esfuerzo sería en vano si esa tarde iba a rendir con hambre, algo que
no me podía permitir. Porque desaprobar “Historia de la Edad Moderna” con
Marita López Mora implicaba no poder continuar con la práctica y como
consecuencia perdería un año.
Después de estudiar, con Emilio
cumplimos el ritual de sentarnos unos minutos en el zaguán de la pensión de
calle 3 de febrero 122 y mientras repasábamos algunos temas y veíamos a la
gente que salía del “Servis King” ocurrió lo inesperado: de un camión que descargaba
frutas y verduras se cayó una papa muy grande, la cual rodó y fue a parar
debajo de un auto importado que estaba enfrente de nosotros.
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La pensión |
Emilio me enumeraba a los
enciclopedistas, me hablaba de Diderot y de no sé qué temas, pero yo veía como
el frutero y su ayudante trataban en vano de rescatar la súper papa, impedidos
por la altura del cordón y el diseño del coche deportivo. Por eso cuando Emilio
se fue, yo sabía que tenía mi comida casi servida, pero así como en esos documentales
de Animal Planet, la presa acechada no podía escapar. Porque de esos
carbohidratos dependían el éxito del examen y todo un año lectivo. Era la papa
o el fracaso.
Para concretar la operación “Papa grande”
tuve que aguardar que cierren los dos supermercados de la cuadra y la frutería,
lo que recién ocurrió pasadas las 13:00 hs. En esos minutos que se hicieron
interminables traté de repasar mentalmente algún tema, pero lo único que me
venía a la mente era como la papa había sido llevada a Europa desde América,
calmando el hambre de millones por casi 200 años e incluso recordaba un texto
leído en clases acerca de un estudio científico que
afirmaba que dicho tubérculo también aplacó los ánimos belicosos, disminuyendo
la violencia, endémica en Europa hasta el siglo XVIII.
Yo no me sentía
violento, pero si hambriento, por eso no me importó que los alumnos del Colegio
del Uruguay que iban a clases, vieran a su profesor practicante, munido de un
trapeador, acostado en el suelo en medio de la calle procurando su comida.
Creo que el tesoro obtenido pesaba alrededor de un kilo, tanto que me olvidé de la papa chiquita y ese puré con huevos fritos debe haber sido el almuerzo más importante de mi vida. El 7 con el que aprobé el examen de Historia de la Edad Moderna es anecdótico, como también lo fue llegar de madrugada a casa y encontrarme con un cartelito que rezaba: “Te dejamos papas en el horno”.