martes, 13 de septiembre de 2016

UNA DECLARACIÓN DE AMOR

Por Gitta Lindemann
«Traducido y corregido por nosotros»

Mi primer concierto de Rammstein. Me encontraba inesperadamente rodeada de personas vestidas de negro. Ellos hablaban calmadamente acerca de las asignaciones de estudio; al pasar el tiempo, me di cuenta que era una conversación sorprendentemente inteligente. El concierto se había retrasado media hora. Lo que pasó fue que los chicos (de la banda) se tomaron ese tiempo para considerar si el programa (planteado para el show) era cuestionable, si había algo que pudiera disgustar a la mamá. Yo había llegado en secreto, ya que no era mi intención importunar. Pero él me había descubierto. Más tarde, en grandes arenas y estadios yo fui, naturalmente, una invitada. Pero entonces, como ahora, tanto si es un pequeño club o un gran estadio, la experiencia sigue siendo la misma.
Me paro junto a la multitud y la música se precipita hacia mí: ruge y vomita, corre por las paredes, asciende hasta el cielo, cae de nuevo y se afirma en su pecho. La respiración se vuelve superficial. Estoy estupefacta con la música y el ambiente. Siento admiración. La Gran figura sobre el escenario es mi hijo.
Él se dirige a las masas con un gesto, levantando su mano, se golpea la frente y se quema, mientras su voz ronda a través del espacio y el tiempo. ¡Qué responsabilidad! El encantar a todas estas personas, que lo animan con entusiasmo y lo seguirían a dondequiera que él los lleve.
Pero siento miedo. Lo que se hace a sí mismo, todo ese esfuerzo que debe hacer para ser él, lo que le pueda costar toda esa entrega. Noche tras noche, país tras país, de continente a continente.
Él está relajado cuando estoy detrás del escenario antes del concierto y se preocupa por mí, así como cuando estábamos en casa.
La casa está en Mecklemburgo. Su casa, sus raíces, su fuente de fortaleza.
Ya de niño –en vacaciones– conducía por las plantaciones, se levantaba temprano en la mañana y se iba con los ordeñadores al campo de las vacas. Dormía al aire libre bajo el ancho cielo, escuchaba las manzanas caer o el graznar de los patos en el estanque. En el otoño recorría el bosque en busca de setas, daba largas caminatas por la nieve en pleno invierno, con su gato en el abrigo, porque el pequeño animal no podía cruzar entre las colinas nevadas.
Y el pueblo. «Cuéntame del pasado» solía pedirle a su padre y a los huéspedes en la posada del pueblo. «¿Cómo vivían aquí en la antigüedad?». Él podía pasarse horas sentado, –tal como ahora– mientras escuchaba a las personas de la aldea, con una amplia sonrisa en su rostro, sin importar lo divertidas o siniestras que fueran las historias.
Él es muy popular; muchos buscan su compañía. Esto no tiene nada que ver con su profesión. Su padre ha escrito un libro sobre él, en la que nos habla de su asombro al ver que sus amigos piensan qué él sería capaz de todo. Uno quiere que repare su vieja motocicleta. El padre pregunta, con sorpresa: «¿Crees que él puede hacer eso?» El chico dice: «Till puede hacer lo que sea». El padre piensa que todos son unos tontos crédulos. Se sorprende cuando el motor empieza a rugir de nuevo. «Él puede hacer de todo: ¡Cuánto agarre! ¡Cuánta confianza en sí mismo!» –escribe su padre.
Confianza, esa es la palabra. Y él confía; confía en sí mismo. Se acerca a los límites y los sobrepasa –¿Y qué pasaría si...?– Esa pregunta no la conoce. Él lo intenta, lo prueba todo. Sus textos no son una cuestión de valor, eso está ya dentro suyo. Después de todo, él no habla de sí mismo, sobre sus anhelos, su dolor, sino que grita y llora en sus poemas. Un amigo ha escrito: “Hay heridas de desesperación y de esperanza. Pensamientos que escapan disparados desde la soledad de un corazón lleno de coraje y deseo”.
Cuando su abuela murió, él estuvo a su lado, acariciando su mano hasta su muerte. En un poema, puede manejar el dolor de una manera muy diferente, tanto que resulta doloroso al leerlo. Le he preguntado de dónde saca sus ideas. «Ellas simplemente están», me ha dicho. Pero a veces es la gracia de las ideas también. A veces radican en la maldad, están ocultas, encerradas, entonces yo estoy de pie bajo la lluvia. Sin embargo, algo siempre existente es la familia, que ahora ha crecido. Y ahora que él es el jefe de la suya; se asegura de no descuidar a nadie.
Hay muchas razones para sentarse juntos a la mesa un día cualquiera. Luego vienen sus amigos y él les pide que traigan, a su vez, a sus familias, ya sea Navidad, Semana Santa, un cumpleaños o simplemente una velada agradable para sentarse juntos bajo el cielo de verano y platicar.
¿Quién no querría probar sus platos, preparados de manera excelente, especialmente la carne de venado y pescado? Le gusta probar nuevas recetas y, aunque todos los patillos tengan un gusto excelente, busca innovarlos constantemente...
A veces nos invita a su gran coche y nos dirigimos hacia el lago o vamos por el río en canoa, siempre toda la familia. En nuestro bote nos sentamos y vamos a conduciendo por el agua hasta un recodo sombreado por las ramas. Luego busca un buen lugar para el picnic en un prado y todos nos lanzamos a tierra. Del refrigerador trae albóndigas, pan, caramelos para los niños y las bebidas, una botella de Prosecco. Se va de pesca, luego tomamos el té por la tarde. Para la noche habrá pescado con mucho ajo. En esos momentos es él mismo.
Esta es una parte de su vida; la otra está en el escenario; su "trabajo" como él dice. A veces coinciden. Si está, por ejemplo, sentado en la playa en Costa Rica y tres jóvenes se acercan a él y le piden un autógrafo, esto le resulta todavía algo embarazoso. Sin embargo, lo firma, es cortés y amable.
Mi recuerdo favorito. Él toma un camino a la derecha en Santa Rosa y nos vamos por las calles sin fin y llenas de baches, caminos polvorientos; a pesar de eso, él va cada vez más y más rápido; le digo «Espera, yo quiero ver la puesta de Sol» pero él pisa el acelerador y llegamos, finalmente, a la cima de la colina y se detiene entonces para que pueda ver la puesta del Sol sobre el mar. Rojo intenso a medida que va hacia abajo. ¡Es el momento justo para verlo desde aquí arriba!
Hemos llegado y, mientras cocina, tararea para sí mismo. Se va haciendo más y más oscuro; alrededor de nosotros, el cielo y estamos solos con nuestras conversaciones, que duran hasta bien entrada la noche. Tenemos una semana gloriosa viajando por todo el país, nadando en los ríos y volando por encima de la selva, amarrados en una cuerda sin fin. Debajo de nosotros, la espesura verde; por encima de nosotros el cielo azul. Y ahora de repente, me viene una gran sensación de ansiedad en el estómago; estoy al pendiente del arnés de seguridad, consciente de los latidos de mi corazón de 65 años.
Sin él, yo no hubiera tenido la confianza para aquella aventura. Él inspira confianza. Recuerdo una vez que nosotros íbamos en un paseo por los campos –él tendría unos 14 o 15 años– cuando nos topamos con una manada de toros. Yo temía y él probablemente lo notó, pero se interpuso a los animales y me dijo que solo me mantuviera detrás de él. Luego tuvimos que cruzar un arroyo y me puse algo atolondrada, pero él colocó unos tablones y me ayudó a llegar al otro lado.
Hasta hace poco, en las vacaciones se reunían casi cinco generaciones alrededor de su mesa. Tomaba a su abuela en una silla de ruedas que traía en su coche y le daba de comer con su tátaranieto sentado en su regazo. La vida familiar cotidiana es su respaldo.
Igualmente con la Naturaleza. Él va bajo el ancho cielo recorriendo el mar y conoce a los animales que viven allí. Nos cuenta cosas tan bellas como asombrosas. Conoce la mayoría de los países en el mundo, y ellos lo reconocen. Cuando estuve en Moscú, muchos jóvenes querían darme la mano, porque soy la "Madre de Rammstein"; hasta había un hombre de mi edad, que me expresó con entusiasmo, su gusto por la singularidad de esta banda.
En los videos de sus actuaciones como artistas invitados en cada país, vemos cómo el público con reverencia y fervor canta la letra en alemán, como es el caso de la Ciudad de México. Lo mismo sucede en Tokio, Río de Janeiro, Manchester o en Budapest. Todo lo que él experimenta... Pero eso no es nada en comparación a un amanecer Mecklemburgo por encima de la ciénaga nublada, como él dice, cuando se ve al ciervo de salir de entre los arbustos y se pueden distinguir en el gran silencio los sonidos de diferentes animales. Este cielo sin par, las nubes y la tierra bajo sus pies, este paisaje lo ha hecho crecer y también lo hace humilde.
Yo estoy –al igual que muchos– deseosa de estar con él. El hecho de que sea famoso no importa. Pero a veces me pregunto, asombrada ¿qué tipo de persona sería si yo no hubiera sido su madre? Si no me hubiese tocado ser su madre, me habría encantado ser su amiga.
Gitta Lindemann junto a su hijo, Till Lindemann

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