Por Gitta Lindemann
«Traducido y corregido por nosotros»
Mi primer concierto de Rammstein. Me encontraba inesperadamente rodeada de personas vestidas de negro.
Ellos hablaban calmadamente acerca de las asignaciones de estudio; al pasar el tiempo, me di cuenta que era una
conversación sorprendentemente inteligente. El concierto se había retrasado
media hora. Lo que pasó fue que los chicos (de la banda) se tomaron ese tiempo
para considerar si el programa (planteado para el show) era cuestionable, si
había algo que pudiera disgustar a la mamá. Yo había llegado en secreto, ya que
no era mi intención importunar. Pero él me había descubierto. Más tarde, en
grandes arenas y estadios yo fui, naturalmente, una invitada. Pero entonces,
como ahora, tanto si es un pequeño club o un gran estadio, la experiencia sigue
siendo la misma.
Me paro junto a la multitud y la música se precipita hacia
mí: ruge y vomita, corre por las paredes, asciende hasta el cielo, cae de nuevo
y se afirma en su pecho. La respiración se vuelve superficial. Estoy
estupefacta con la música y el ambiente. Siento admiración. La Gran figura
sobre el escenario es mi hijo.
Él se dirige a las masas con un gesto, levantando su mano, se
golpea la frente y se quema, mientras su voz ronda a través del espacio y el
tiempo. ¡Qué responsabilidad! El encantar a todas estas personas, que lo animan
con entusiasmo y lo seguirían a dondequiera que él los lleve.
Pero siento miedo. Lo que se hace a sí mismo, todo ese
esfuerzo que debe hacer para ser él, lo que le pueda costar toda esa entrega.
Noche tras noche, país tras país, de continente a continente.
Él está relajado cuando estoy detrás del escenario antes del
concierto y se preocupa por mí, así como cuando estábamos en casa.
La casa está en Mecklemburgo. Su casa, sus raíces, su fuente de fortaleza.
Ya de niño –en vacaciones– conducía por las plantaciones, se
levantaba temprano en la mañana y se iba con los ordeñadores al campo de las
vacas. Dormía al aire libre bajo el ancho cielo, escuchaba las manzanas caer o
el graznar de los patos en el estanque. En el otoño recorría el bosque en
busca de setas, daba largas caminatas por la nieve en pleno invierno, con su
gato en el abrigo, porque el pequeño animal no podía cruzar entre las colinas
nevadas.
Y el pueblo. «Cuéntame del pasado» –solía pedirle a su padre y
a los huéspedes en la posada del pueblo. «¿Cómo vivían aquí en la antigüedad?».
Él podía pasarse horas sentado, –tal como ahora– mientras escuchaba a las
personas de la aldea, con una amplia sonrisa en su rostro, sin importar lo
divertidas o siniestras que fueran las historias.
Él es muy popular; muchos buscan su compañía. Esto no tiene
nada que ver con su profesión. Su padre ha escrito un libro sobre él, en la que
nos habla de su asombro al ver que sus amigos piensan qué él sería capaz de
todo. Uno quiere que repare su vieja motocicleta. El padre pregunta, con
sorpresa: «¿Crees que él puede hacer eso?» El chico dice: «Till puede hacer lo
que sea». El padre piensa que todos son unos tontos crédulos. Se sorprende
cuando el motor empieza a rugir de nuevo. «Él puede hacer de todo: ¡Cuánto
agarre! ¡Cuánta confianza en sí mismo!» –escribe su padre.
Confianza, esa es la palabra. Y él confía; confía en sí mismo. Se acerca a los límites y los
sobrepasa –¿Y qué pasaría si...?– Esa pregunta no la conoce. Él lo intenta, lo prueba todo. Sus textos no son una cuestión de valor, eso está ya dentro suyo.
Después de todo, él no habla de sí mismo, sobre sus anhelos, su dolor, sino que grita y llora en sus poemas. Un amigo ha escrito: “Hay heridas de
desesperación y de esperanza. Pensamientos que escapan disparados desde la
soledad de un corazón lleno de coraje y deseo”.
Cuando su abuela murió, él estuvo a su lado, acariciando su mano
hasta su muerte. En un poema, puede manejar el dolor de una manera muy
diferente, tanto que resulta doloroso al leerlo. Le he preguntado de dónde saca
sus ideas. «Ellas simplemente están», me ha dicho. Pero a veces es la gracia de
las ideas también. A veces radican en la maldad, están ocultas, encerradas,
entonces yo estoy de pie bajo la lluvia. Sin embargo, algo siempre existente es
la familia, que ahora ha crecido. Y ahora que él es el jefe de la suya; se
asegura de no descuidar a nadie.
Hay muchas razones para sentarse juntos a la mesa un día
cualquiera. Luego vienen sus amigos y él les pide que traigan, a su vez, a sus
familias, ya sea Navidad, Semana Santa, un cumpleaños o simplemente una velada
agradable para sentarse juntos bajo el cielo de verano y platicar.
¿Quién no querría probar sus platos, preparados de manera
excelente, especialmente la carne de venado y pescado? Le gusta probar nuevas
recetas y, aunque todos los patillos tengan un gusto excelente, busca
innovarlos constantemente...
A veces nos invita a su gran coche y nos dirigimos hacia el
lago o vamos por el río en canoa, siempre toda la familia. En nuestro bote nos
sentamos y vamos a conduciendo por el agua hasta un recodo sombreado por las
ramas. Luego busca un buen lugar para el picnic en un prado y todos nos
lanzamos a tierra. Del refrigerador trae albóndigas, pan, caramelos para los
niños y las bebidas, una botella de Prosecco. Se va de pesca, luego tomamos el
té por la tarde. Para la noche habrá pescado con mucho ajo. En esos momentos es
él mismo.
Esta es una parte de su vida; la otra está en el escenario;
su "trabajo" como él dice. A veces coinciden. Si está, por ejemplo,
sentado en la playa en Costa Rica y tres jóvenes se acercan a él y le piden un
autógrafo, esto le resulta todavía algo embarazoso. Sin embargo, lo firma, es
cortés y amable.
Mi recuerdo favorito. Él toma un camino a la derecha en Santa Rosa y nos vamos por las
calles sin fin y llenas de baches, caminos polvorientos; a pesar de eso, él va
cada vez más y más rápido; le digo «Espera, yo quiero ver la puesta de Sol»
pero él pisa el acelerador y llegamos, finalmente, a la cima de la colina y se
detiene entonces para que pueda ver la puesta del Sol sobre el mar. Rojo
intenso a medida que va hacia abajo. ¡Es el momento justo para verlo desde aquí
arriba!
Hemos llegado y, mientras cocina, tararea para sí mismo. Se va
haciendo más y más oscuro; alrededor de nosotros, el cielo y estamos solos con
nuestras conversaciones, que duran hasta bien entrada la noche. Tenemos una
semana gloriosa viajando por todo el país, nadando en los ríos y volando por
encima de la selva, amarrados en una cuerda sin fin. Debajo de nosotros, la
espesura verde; por encima de nosotros el cielo azul. Y ahora de repente, me
viene una gran sensación de ansiedad en el estómago; estoy al pendiente del
arnés de seguridad, consciente de los latidos de mi corazón de 65 años.
Sin él, yo no hubiera tenido la confianza para aquella aventura.
Él inspira confianza. Recuerdo una vez que nosotros íbamos en un paseo por los
campos –él tendría unos 14 o 15 años– cuando nos topamos con una manada de
toros. Yo temía y él probablemente lo notó, pero se interpuso a los animales y
me dijo que solo me mantuviera detrás de él. Luego tuvimos que cruzar un
arroyo y me puse algo atolondrada, pero él colocó unos tablones y me ayudó a
llegar al otro lado.
Hasta hace poco, en las vacaciones se reunían casi cinco
generaciones alrededor de su mesa. Tomaba a su abuela en una silla de ruedas
que traía en su coche y le daba de comer con su tátaranieto sentado en su
regazo. La vida familiar cotidiana es su respaldo.
Igualmente con la Naturaleza. Él va bajo el ancho cielo recorriendo el mar y conoce a los animales
que viven allí. Nos cuenta cosas tan bellas como asombrosas. Conoce la mayoría
de los países en el mundo, y ellos lo reconocen. Cuando estuve en Moscú, muchos
jóvenes querían darme la mano, porque soy la "Madre de Rammstein";
hasta había un hombre de mi edad, que me expresó con entusiasmo, su gusto por
la singularidad de esta banda.
En los videos de sus actuaciones como artistas invitados en
cada país, vemos cómo el público con reverencia y fervor canta la letra en
alemán, como es el caso de la Ciudad de México. Lo mismo sucede en Tokio, Río de
Janeiro, Manchester o en Budapest. Todo lo que él experimenta... Pero eso no es
nada en comparación a un amanecer Mecklemburgo por encima de la ciénaga
nublada, como él dice, cuando se ve al ciervo de salir de entre los arbustos y
se pueden distinguir en el gran silencio los sonidos de diferentes animales.
Este cielo sin par, las nubes y la tierra bajo sus pies, este paisaje lo ha
hecho crecer y también lo hace humilde.
Yo estoy –al igual que muchos– deseosa de estar con él. El
hecho de que sea famoso no importa. Pero a veces me pregunto, asombrada ¿qué
tipo de persona sería si yo no hubiera sido su madre? Si no me hubiese tocado ser su madre, me habría encantado ser
su amiga.
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