viernes, 1 de mayo de 2020

La tarde que los Martínez sobrevivieron a las balas de la Liga Patriótica

Por Ariel Eduardo Martínez
Hace 99 años mi bisabuelo Bruno Martínez decidió (o aceptó) que sus hijos Miguel Bruno (17) y María Angélica (13), lo acompañaran al acto de la Federación Obrera Departamental que tendría lugar en la Plaza Independencia (actual Plaza San Martín) de Gualeguaychú. Lo que ocurrió después, con la masacre de obreros perpetrada por la Liga Patriótica, los obreros caídos y los cuerpos destrozados por los proyectiles de los Mauser, es historia conocida. Lo que quiero rescatar son todas las historias familiares de ese 1º de mayo, que vengo escuchando desde niño de parte de mis abuelas, de mis padres, de mis tíos y de ese ser encantador que fue tía Angelita.
De izquierda a derecha: mi abuela Corina Urriste, mi padre Miguel Ángel, mi abuelo Miguel, mis tíos Roberto y Alba, y mi bisabuelo Bruno.
Bruno era uruguayo, anarquista, que había pasado más de la mitad de su vida trabajando en los frigoríficos Anglo (de Fray Bentos) y el de Gualeguaychú, lo que le valió que sus hijos nacieran de ambos lados del río Uruguay, algo frecuente a comienzos del 1900. Ese día se vistió de traje, con sombrero y revolver, como se estilaba. Pero al llegar al local de la F.O.D. tuvo que dejar el arma, ya que los dirigentes –tal vez porque algo malo se intuía– querían una celebración en paz.
Sus hijos, mi abuelo Miguel Bruno y Angélica, estaban orgullosos de acompañar a su padre, a lo que imaginaban una fiesta de los trabajadores. De mi abuelo no tengo recuerdos, porque murió cuando yo tenía pocos meses de vida, pero lo pude conocer a través de mi padre y de varias personas de Urdinarrain. Por lo que sé, trabajaba como gomero o “vulcanizador”, como a él le gustaba definirse, profesión en la que fue explotado y mal pago, primero en los talleres de Open en Gualeguaychú, y después en Urdinarrain, por los Kreymborg. Y  los recuerdos familiares refieren de su pasión por la política, por la lectura y su admiración por la República española, esa que fue aplastada por el fascismo. Por eso no me caben dudas que el haber sobrevivido a aquel ataque brutal de los patrones, lo marcó para siempre, como al resto de la familia.
Angélica, que había nacido en Gualeguaychú, se volvió con el resto de la familia al Uruguay, primero a Fray Bentos y después todos emigraron a Montevideo. Allí tuvo una vida difícil, trabajando como sirvienta en casas de familias acomodadas (fue nana de uno de los cómicos uruguayos más conocidos) y enviudó dos veces (de un gallego pobre y de un armenio que había escapado del genocidio), pero esto no le impidió ser una madre excepcional, que nunca estaba cansada para llevar a sus hijos a la playa y en las noches de carnaval, a los tablados. Por eso cuando escuché el relato sobre lo que pasó en 1921 que le hizo a la profesora Isabel Corfield, hace más de 30 años, no pude sino admirarla. Isabel venía investigando lo ocurrido en 1921 –todavía no había nada publicado sobre el tema–  y escuchó con una sonrisa como tía Angelita, como la conocí, narraba lo que había vivido.
Ese día de 1988, me enteré que cuando empezaron los disparos la reacción de mi bisabuelo fue hacer que sus hijos se tiraran al suelo y que él los cubrió con su cuerpo. Pero cuando advirtió que los atacantes empezaban a subir a la plaza con sus caballos, optó por tomarlos de la mano y empezar a correr “para un costado de la plaza” (hacia calle Rivadavia). Allí, una empleada doméstica que observaba lo que estaba ocurriendo desde su lugar de trabajo, los reconoció, se apiadó de ellos y le abrió la puerta del zaguán: “Entre don Martínez, entre con esos gurises” le dijo. Y entonces pudieron contarlo.
¿Angelita, qué recordás de cuando iban corriendo?, le preguntó Isabel. Poniéndose seria le responde: “Era muy feo porque había mucho ruido y todos gritaban. Pero a mí me llamaba la atención que volaban pedacitos de los árboles y que salía humito del piso”, se ríe entonces. Y reconoce “Yo era muy chica y no me daba cuenta que eran las balas que nos tiraban, porque nos querían matar a todos”. Y cuenta que ella estaba “encantada de estar ahí, con los trabajadores”, pero cuando Isabel le pide más precisiones o le recuerda algunos detalles, ella la mira y le pregunta: “¿Usted también estaba” y entonces comprendemos que en sus 80 años no podrá aportar mucho más a la historia, porque la historia es ella misma.
Siempre supe de lo que pasó en 1921, desde que tengo memoria. Era un niño cuando me lo contó mi tío Roberto, un 1º de mayo, en un acto del cementerio de Gualeguaychú, cuando vi los nombres de los muertos e imaginé el ruido de los rifles asesinos. Con los años comprendí que la historia nos atraviesa a todos, sin distinción de ideologías o clase social. Mi abuela materna, que nació en 1922, me contó que los sicarios de Francisco Morrogh Bernard pasaron por Urdinarrain y “eran unos gauchos peludos, con los pelos largos como indios” (sic), porque así se lo describió su marido, un Butelli, cuyo padre era “amigo” de don Francisco. Y como si algo faltara, a la historia familiar, resulta que el único policía que murió ese día (intentando contener a los criminales), era Fernando Rodríguez, medio hermano de mi otro bisabuelo paterno (Urriste), como para que no falte ningún componente.
Tal vez ahora algunos de la familia terminen de enterarse y entender algunas cuestiones y, como me dijo mi  tía Dora, que hay cosas que se heredan, como esa rebeldía que parece ser nuestro sello, o esa bronca, contenida, pero siempre presente, contra las injusticias y la explotación.