Por Ariel Eduardo Martínez
Hace 99 años mi bisabuelo Bruno Martínez
decidió (o aceptó) que sus hijos Miguel Bruno (17) y María Angélica (13), lo
acompañaran al acto de la Federación Obrera Departamental que tendría lugar en
la Plaza Independencia (actual Plaza San Martín) de Gualeguaychú. Lo que
ocurrió después, con la masacre de obreros perpetrada por la Liga Patriótica, los
obreros caídos y los cuerpos destrozados por los proyectiles de los Mauser, es
historia conocida. Lo que quiero rescatar son todas las historias familiares de
ese 1º de mayo, que vengo escuchando desde niño de parte de mis abuelas, de mis
padres, de mis tíos y de ese ser encantador que fue tía Angelita.
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De izquierda a derecha: mi abuela Corina Urriste, mi padre Miguel Ángel, mi abuelo Miguel, mis tíos Roberto y Alba, y mi bisabuelo Bruno. |
Bruno era uruguayo, anarquista, que
había pasado más de la mitad de su vida trabajando en los frigoríficos Anglo
(de Fray Bentos) y el de Gualeguaychú, lo que le valió que sus hijos nacieran
de ambos lados del río Uruguay, algo frecuente a comienzos del 1900. Ese día se
vistió de traje, con sombrero y revolver, como se estilaba. Pero al llegar al
local de la F.O.D. tuvo que dejar el arma, ya que los dirigentes –tal vez
porque algo malo se intuía– querían una celebración en paz.
Sus hijos, mi abuelo Miguel Bruno y
Angélica, estaban orgullosos de acompañar a su padre, a lo que imaginaban una
fiesta de los trabajadores. De mi abuelo no tengo recuerdos, porque murió
cuando yo tenía pocos meses de vida, pero lo pude conocer a través de mi padre
y de varias personas de Urdinarrain. Por lo que sé, trabajaba como gomero o “vulcanizador”,
como a él le gustaba definirse, profesión en la que fue explotado y mal pago,
primero en los talleres de Open en Gualeguaychú, y después en Urdinarrain, por
los Kreymborg. Y los recuerdos
familiares refieren de su pasión por la política, por la lectura y su
admiración por la República española, esa que fue aplastada por el fascismo.
Por eso no me caben dudas que el haber sobrevivido a aquel ataque brutal de los
patrones, lo marcó para siempre, como al resto de la familia.
Angélica, que había nacido en
Gualeguaychú, se volvió con el resto de la familia al Uruguay, primero a Fray
Bentos y después todos emigraron a Montevideo. Allí tuvo una vida difícil,
trabajando como sirvienta en casas de familias acomodadas (fue nana de uno de
los cómicos uruguayos más conocidos) y enviudó dos veces (de un gallego pobre y
de un armenio que había escapado del genocidio), pero esto no le impidió ser
una madre excepcional, que nunca estaba cansada para llevar a sus hijos a la
playa y en las noches de carnaval, a los tablados. Por eso cuando escuché el
relato sobre lo que pasó en 1921 que le hizo a la profesora Isabel Corfield,
hace más de 30 años, no pude sino admirarla. Isabel venía investigando lo
ocurrido en 1921 –todavía no había nada publicado sobre el tema– y escuchó con una sonrisa como tía Angelita,
como la conocí, narraba lo que había vivido.
Ese día de 1988, me enteré que cuando
empezaron los disparos la reacción de mi bisabuelo fue hacer que sus hijos se
tiraran al suelo y que él los cubrió con su cuerpo. Pero cuando advirtió que
los atacantes empezaban a subir a la plaza con sus caballos, optó por tomarlos
de la mano y empezar a correr “para un costado de la plaza” (hacia calle
Rivadavia). Allí, una empleada doméstica que observaba lo que estaba ocurriendo
desde su lugar de trabajo, los reconoció, se apiadó de ellos y le abrió la
puerta del zaguán: “Entre don Martínez, entre con esos gurises” le dijo. Y
entonces pudieron contarlo.
¿Angelita, qué recordás de cuando iban
corriendo?, le preguntó Isabel. Poniéndose seria le responde: “Era muy feo
porque había mucho ruido y todos gritaban. Pero a mí me llamaba la atención que
volaban pedacitos de los árboles y que salía humito del piso”, se ríe entonces.
Y reconoce “Yo era muy chica y no me daba cuenta que eran las balas que nos
tiraban, porque nos querían matar a todos”. Y cuenta que ella estaba “encantada
de estar ahí, con los trabajadores”, pero cuando Isabel le pide más precisiones
o le recuerda algunos detalles, ella la mira y le pregunta: “¿Usted también
estaba” y entonces comprendemos que en sus 80 años no podrá aportar mucho más a
la historia, porque la historia es ella misma.
Siempre supe de lo que pasó en 1921,
desde que tengo memoria. Era un niño cuando me lo contó mi tío Roberto, un 1º
de mayo, en un acto del cementerio de Gualeguaychú, cuando vi los nombres de
los muertos e imaginé el ruido de los rifles asesinos. Con los años comprendí
que la historia nos atraviesa a todos, sin distinción de ideologías o clase
social. Mi abuela materna, que nació en 1922, me contó que los sicarios de
Francisco Morrogh Bernard pasaron por Urdinarrain y “eran unos gauchos peludos,
con los pelos largos como indios” (sic), porque así se lo describió su marido,
un Butelli, cuyo padre era “amigo” de don Francisco. Y como si algo faltara, a
la historia familiar, resulta que el único policía que murió ese día
(intentando contener a los criminales), era Fernando Rodríguez, medio hermano
de mi otro bisabuelo paterno (Urriste), como para que no falte ningún
componente.
Tal vez ahora algunos de la familia
terminen de enterarse y entender algunas cuestiones y, como me dijo mi tía Dora, que hay cosas que se heredan, como
esa rebeldía que parece ser nuestro sello, o esa bronca, contenida, pero
siempre presente, contra las injusticias y la explotación.